En torno al paro
No hay que afecte tanto al ser humano, descomponiéndolo, como el hundimiento de sus más íntimas convicciones. Él cuenta, conscientemente o no, con la caducidad de sí mismo y de sus sentimientos: cuando siega a su alrededor, la muerte le duele, pero no lo deshace, y el final de un amor lo desgarra. Pero si ese amor era más: un proyecto interminable, la luz nueva del mundo, y se concluye sin el comprensible seísmo de la muerte, el ser humano se anonada, porque no es sólo el amor, sino su entero mundo el que se tambalea; no es que quede imposible para el amor en adelante, sino para la vida y la fe en ella…
Una de las más profundas convicciones - si no la más – del hombre es el trabajo. Puede negarse a él, puede evitarlo, pero sabe que está oponiéndose a una ley que - se le ha repetido tanto, tanto – es natural. Yo desconfío de tal apelativo aplicado a las leyes morales. Creo que la naturaleza es más comprensiva y menos obligatoria de lo que se nos enseña. Sin embargo, hasta tal punto se ha insistido sobre la perentoriedad del trabajo del hombre, que la llevamos en la médula de los huesos y el alma. ¿Qué busca el hombre? Más o menos adornados, su pan y su pareja y su cubil. Desde la Creación hasta ascender a la cúspide y alcanzar la deslumbrante constelación del éxito. O sea, del trabajo es imposible huir. El hombre habita una sociedad edificada por el trabajo común, sobre el común trabajo; su tiempo hasta casi morir, se reduce a trabajar, comer y dormir lo indispensable para trabajar. Se ha hecho del trabajo el protagonista de este episodio que llamamos vida. Y si algún país sureño siente la necesidad de disminuir sus necesidades con tal de disminuir las fatigas que le vale el satisfacerlas, ya se encargan los laboriosos nórdicos de tacharlo de perezoso e indolente. Conclusión: del trabajo es imposible huir.
Pero, ¿qué pasa cuando es el trabajo el que huye de los hombres? De unos hombres a los que machaconamente, se les empujó, hasta configurarlos por dentro y por fuera, a ser hombres de provecho, formales, hacendosos, dignos, a vivir con la frente muy alta, de aquello que se gane, a ser ejemplo de sus hijos, a alcanzar un salario decoroso y creciente.
¿Qué pasa cuando es cualquier trabajo, todo trabajo, el que huye de esos hombres? ¿Podrá extrañar entonces que los parados sufran trastornos físicos y síquicos? Es un mundo entero, una moral entera, una fe entera, un dogma, un culto enteros los que se bambolean, ¿y no se bamboleará la pobre mente humana, el corazón humano? Los parados no viven ya: desviven. Entre ansiedades, neurosis, astenias, úlceras gástricas, infartos, desgana, infinita tristeza.
¿Quién es capaz de defender un orden en que hay campesinos sin campo y sin faena; obreros sin jornal ni jornada; albañiles sin andamio; hombres con las manos inútiles, los ojos en el suelo, sin entender lo que ha ocurrido con el mundo de ayer y sus promesas, sin libertad, sin paz, sin esperanza?
El drama de los hombres que no encuentran trabajo es el que apuñala a nuestra sociedad en el corazón de su corazón. No hay nada que destroce tanto al hombre como el hundimiento de una de sus pocas convicciones: el trabajo.
Antonio Gala. (El país, 1982) (Texto adaptado)
Según el texto, podemos afirmar que el trabajo